Cuando los que oyen la palabra “cultura” echan mano a la pistola, tened seguro que alguna persona de nuestra profesión está pensando en cómo salvar “los trastos” de la quema que se avecina.
En el tan cercano siglo XX, sucedió en Alemania, cuando el nazismo decidió alimentar las hogueras con los libros malditos. En España, cuando los bibliotecarios republicanos se jugaron la vida por salvar los libros de las manos fascistas o los encargados del Museo del Prado iniciaron su peregrinar con las pinturas para evitar su destrucción. En Chile, pues podemos disfrutar de la música de Víctor Jara o Violeta Parra gracias a que un musicólogo sacó sus maquetas a escondidas, pues sus discos fueron destruidos, tan sistemáticamente como las personas que los poseían. En Argentina, donde la archivera de una Universidad, con mil argucias y jugándose el pellejo, logró rescatar cientos de nombres y fichas de la quema de expedientes llevada a cabo tras la eliminación física de los alumnos, para que los “asesinados” no se convirtieran en “desaparecidos” y siguieran teniendo derecho a nombre, a pasado, a familia… Pero también en Kenia, en Tanzania, en Afganistán, Irak…
Nuestra civilización, por desgracia frecuentemente rehén de prácticas inquisitoriales, religiosas o políticas, ha perdido en los años de su historia gran parte de la producción cultural a causa de los fanatismos, la intolerancia, la ignorancia, las guerras…
Si hurgamos en cada uno de estos tristes episodios, en todos los casos encontramos siempre una figura anónima que considera que el patrimonio de su centro lo es de toda la Humanidad y decide actuar. No parece la nuestra una profesión arriesgada, pero hay los que arriesgan mucho en ella. A ellas, a ellos, de los que sólo conservamos retazos de su heroicidad, eslabones sueltos, a veces ni siquiera el nombre, nos gustaría dedicar la Garabuya de hoy, deseando a nuestros lectores que nunca se vean en su lugar…
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